viernes, 11 de octubre de 2024



Los nudillos cimbreaban al viento, presurosos, en perfecta armonía mientras hacía bailar el teclado y este, a su vez, martilleaba el rodillo de la máquina; apenas le daba tiempo a mover la palanca de carro porque las ideas se le apresuraban en los dedos y se le escurrían entre las comisuras.

Llevaba horas y apenas le pareció un instante, aflojó el ritmo al escuchar el rechinar de la puerta y verla a ella, apuesta, sencilla, esplendorosa, siempre malhumorada por su orden de preferencias; apretó una vez más la palanca liberadora de papel y se lo extendió consiguiendo así liberarse él también.

Tenía demasiado cerca el humo del cigarro que estaba a punto de agotarse y que le hacía lagrimar, por un momento tuvo miedo de hacerlo mientras ella leía atónita aquel nuevo relato. Le había costado zafarse de la lujuria en la que se había convertido comer los domingos en aquel lugar y tuvo el inmenso deseo de escribir nada más volver, era sano y relajante y a la vez pensaba que incompatible con el canto y el ritmo de la gramola que adornaba la esquina izquierda del despacho. Pensó en la quietud, en la calma, en el bonito silencio de observarla a ella mientras leía.

Se descalzó y aprovechó para servirse un sorbo del mejor ron en la mejor compañía, recordó para sí mismo cuanto le costaba últimamente tener momentos de clarividencia y se obligó aquella tarde a hacer volar el ingenio y la agudeza, observó su muslo bajo la falda y arrimó sus manos entrelazándolas todo cuanto pudo.

Después le espetó:

-         - ¿Y bien mina, qué pensás?

Ella lo obsequió con una mirada incrédula y a la vez compasiva, había algo de ternura pero quizás más asombro en ella; optó por no replicar de inmediato y se dirigió al sofá de chenilla que había más allá del escritorio.

-        -  ¿Me lo dejás? ¿Me lo podré quedar para leerlo detenidamente?

-        -  Es para ti mi amor, quedátelo para siempre …


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