sábado, 22 de enero de 2011



















Sólo alcanzó a ver aquella ennegrecida charca que quedaba al sur de su mirada, la perenne carretera perdía su verticalidad a golpe de olas de calor, casi como si lograra derretirse, de manera súbita soplaba la ventisca a aquellas horas, inopinada hacia un atardecer que le ajaba los labios.
Averiado el auto ni tan siquiera esperó socorro alguno, creía tenerlo todo controlado en la situación más convulsa del día; aún rezumaba humo el capó cuando prendió el veguero acartonado que le quedaba en la guantera y exhaló de un soplo toda la ansiedad acumulada, el ardor que insuflaba aquella tierra era propio de una ciudad árida al oeste y él no debía distar mucho de allí.
Aquella mañana había extraviado la guía desde donde se sostenía su moral facilitando así que entraran en escena frases y actitudes aún inéditas; falseó el tiempo de espera por el páramo hasta que el terreno le enfangó las botas y reverdeció sus fobias prófugo de un tiempo poco dado a clarear fondos índigos.
Camino de nada y distanciándose poco a poco del coche vió reverberar a lo lejos las marchitas placas de una cabina de teléfono, el mamotreto aguantaba estoicamente la tórrida tarde y había encontrado ya en su base la forma perfecta de simbiosis con el entorno; fantaseó aún a lo lejos como descolgaba el auricular y espetaba sus primeras palabras junto a ella, atrincherada en el silencio del palmeral habría albergado miles de conversaciones convulsas y crispadas y en ella había un poso de decrepitud que la hacía digna para la estampa; el plan ya estaba en marcha y él solo tenía que dedicarse a una cosa: postergar el día y exhumar la noche.