Los nudillos cimbreaban al viento, presurosos, en perfecta
armonía mientras hacía bailar el teclado y este, a su vez, martilleaba el rodillo de la máquina;
apenas le daba tiempo a mover la palanca de carro porque las ideas se le
apresuraban en los dedos y se le escurrían entre las comisuras.
Llevaba horas y apenas le pareció un instante, aflojó el
ritmo al escuchar el rechinar de la puerta y verla a ella, apuesta, sencilla,
esplendorosa, siempre malhumorada por su orden de preferencias; apretó una vez
más la palanca liberadora de papel y se lo extendió consiguiendo así liberarse
él también.
Tenía demasiado cerca el humo del cigarro que estaba a punto
de agotarse y que le hacía lagrimar, por un momento tuvo miedo de hacerlo mientras
ella leía atónita aquel nuevo relato. Le había costado zafarse de la lujuria
en la que se había convertido comer los domingos en aquel lugar y tuvo el
inmenso deseo de escribir nada más volver, era sano y relajante y a la vez pensaba que incompatible con el canto y el ritmo de la gramola que
adornaba la esquina izquierda del despacho. Pensó en la quietud, en la calma,
en el bonito silencio de observarla a ella mientras leía.
Se descalzó y aprovechó para servirse un sorbo del mejor ron en la mejor compañía, recordó para sí mismo cuanto le costaba últimamente tener
momentos de clarividencia y se obligó aquella tarde a hacer volar el ingenio y
la agudeza, observó su muslo bajo la falda y arrimó sus manos entrelazándolas todo
cuanto pudo.
Después le espetó:
- - ¿Y bien mina, qué pensás?
Ella lo obsequió con una mirada incrédula y a la vez
compasiva, había algo de ternura pero quizás más asombro en ella; optó por no replicar
de inmediato y se dirigió al sofá de chenilla que había más allá del escritorio.
- - ¿Me lo dejás? ¿Me lo podré quedar para leerlo
detenidamente?
- - Es para ti mi amor, quedátelo para siempre …