miércoles, 21 de septiembre de 2011

Psicopatología de la memoria


Medianoche de queso y sobrasada, fina rebanada y rebosante aceite, alguien retrepado, soñoliento, con un ligero céfiro en la cara, sonrisa eterna, vino turbio untado en roña y dedos firmes atezados.
Suelo pétreo, ladeado, con balones apelotonados en la esquina y alambres raídos en forma de cortina.
Barba ásperamente suave al roce, de nuez acentuada, olor a menta y manos frías con fáciles vestigios de duras madrugadas.
Figuras de cimbreante paso reculan en la misma esquina que la pasada pascua para un giro más holgado, fragor a espuertas al llegar el santo hasta la ermita y frágiles zagales cargando el peso de toda un día.
Canicas, canicas verde alfalfa y azul nublado, enterradas en fango por una inusitada madurez; bancos verdes de listones largos y remates beige, fatigados de albergar balones, aguantar panderos y soportar riñas a doquier.
Una guitarra muda en el canto del baúl y una litera con pinta de trinchera, música lenta de fondo que hiende el aire con frases preeminentes y una turca del copón.
Falsas vías en pétreas esperanzas, perspectivas de ilusión y fugas de alguna rastrera ambición.
Él sentado, filtro en mano, tarde de cajón y una vida de camastro, zanahoria de corte fino a media tarde, dos pasiones, dos edades, rojo y blanco, un lenguetazo, un secreto y un bombón.
Marrón canelo el reborde, mece como si fuera un alfiler, patas anchas arqueadas y cosquillas para un bebé.
Un grillo en la cochera, encerrado al lado de la niñez, de la juventud y de la sensatez.

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